viernes, junio 08, 2007

La intervención musical del flaite



Como todos los días, iba en el microbús mirando por la ventana, prestando atención indistintamente al paisaje, a los pasajeros que subían y a la revista que sostenía entre mis manos (en este caso, el diario Ñ, del [¿?]). Más o menos a la altura de Plaza Baquedano (o Italia) se subió un grupo de jóvenes. Pelo cortado con pifias voluntarias, pantalones anchos, caídos, mostrando los calzoncillos, sus grandes zapatillas blancas de dibujo animado, sus polerones amplios, con todas las X posibles delante de la L, sus gorros de lana hasta bajo las cejas, sus medallones. Según la categorización de algunos de mis alumnos, flaites. Un par de señoras, un joven profesional liberal, un par de muchachas, mi vecino, los miraron con desconfianza. En mi intento de no prejuzgar, logrado en esa circunstancia, no lo hice. Ecce cor meum en el mp3 me tenía relajado, vinculado con el mundo y su spiritus lead us to love. Sí, estoy procurando amar el mundo en toda circunstancia. Los cercanos, si quieren, llámenlo compensación. El contexto era fácil para lograr tal cometido: iba sentado cómodamente en la micro, a pesar del día frío caía un calorcillo por el sol en la ventana, mi vecino no ocupaba mucho espacio de mi asiento, había comido bien y dormido estupendamente la noche anterior, me habían coqueteado en el bus, regalado un pastel extra, en fin: placidez. Como estamos en occidente y tanta bondad se vuelve aburrida, aquí viene el pero: se agotó la batería del reproductor. Olvidé cargarla. Así que tras la angustia del destete, los sonidos del mundo entraron a raudales en mi círculo de luz. El rugido del motor, las conversaciones ajenas, confundiéndose en ruido, los bocinazos. Desocupados lectonautas, ustedes lo conocen cuando no están frente a la pantalla. Del medio del pasillo de esa micro antigua, sin parlantes en cada cinco pares de asientos, salía un reggaetón bien saboreado, rasposo, desde un pequeño aparato (no sé si un celular o un reproductor portátil con parlantes) en la mano de uno de los jóvenes flaites. Caliente y agresivo, nada más alienu a la sinfonía romántica inglesa que venía escuchando, la violencia del reggaetón me sacó definitivamente de mi estado de placidez. Me carga: desde por razones éticas como su tratamiento de la mujer o la moral más penca de la supervivencia callejera, hasta por su ritmo.

Mi primer impulso fue putear internamente a "estos flaites" que "no respetan a nadie" y "se comportan como animales" en un "espacio social". El primer impulso de la resignación son la queja y el odio, que lleva a la derrota. En eso estaba cuando me pillo con esta línea de la documentalista Tellas en un artículo sobre los artistas amateur del Suplemento Ñ nº 166, a propósito de la identidad y la función artística de estos actos "no profesionales" del arte:
"Venimos de muchos años de ser excluidos de todo, inclusive de la propia vida, por eso hay en estas manifestaciones como un reconocimiento de la vida, de la experiencia de las personas, que podrían ser cualquier persona".
Si bien sin lugar a dudas una sobreinterpretación, pues lo más probable es que no sea consciente, la línea me hizo click con la invasión musical del reggaetón que experimentaba la micro, con los rayados que violentaban el vidrio (instrumento de acceso al mundo externo en ese constructo cerrado que es el bus), con los tags en las murallas, el rayado de la barra proleta de la UC en esas casitas de Apoquindo, el auto enchulado... ¿Qué son sino un intento de visibilidad dentro de la exclusión urbana? Nuestro primer impulso fue atemorizarnos de un grupo de flaites que se subieron a la micro. Nuestro primer impulso es jerarquizar, negar, destruir a lo distinto. Monstrificar.
Es molesto, no lo niego, el acto de invasión. Pero en este caso, ¿por qué? Al fin y al cabo es sólo música que no me gusta. Una mancha en mi pared, el linde y la fachada de mi propiedad. ¿Es un atentado contra lo público y lo privado? En ese toque, el color verde espantoso de la casa de mi vecino es un atentado contra mi gusto. Qué decir de los paraderos del Transantiago, o de la violencia de la gente cuando compra el pan en el supermercado. ¿Por qué no hacer un giro integrativo y tratamos de escuchar ese mensaje no consciente, pero si voluntario e intencional, es decir, sí productor de información y sí con un propósito determinado? ¿Por qué no aceptar el gesto? De alguna forma algunos deben hablar. Es una perorata de existencia. Les hemos excluido de la vida material, de la vida simbólica, de la cultural.Creo que el acto de oír es el primer paso para que el otro complete su acto de ser-sí. Al fin y al cabo, somos seres que vivimos en el lenguaje. Lenguajeamos, diría un bigotudo muy amable.

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