domingo, junio 29, 2008

Los buscadores de oro


Acumulaba polvo en mi biblioteca Los buscadores de oro de Augusto Monterroso. Siempre me dio la impresión de un bondadoso y pequeño anciano que pegaba sticky notes por toda la casa, que te recordaba que al final de lo que se trataba la escritura no era andar a duelos de esgrima con el diario enrollado ni del mejor malabar vocal o el pastiche más choro, sino de discutir y plantear lo humano desde una salida desprestigiada entre los intelectuales, pero obvia en el sentido común – al menos del que supera el entretenimiento -: (auto)comprensión, amor (entendido como la satisfacción de que el otro sea idéntico a sí mismo, que se complete), justicia, todo dicho en simple, con la atmósfera de los cuentos infantiles y la argucia soterrada del abuelo que te suelta la vida de a posos de vino en un rincón de la mesa dominical.

Los buscadores de oro fue una de sus últimas novelas, y a más de alguno le podría parecer que el viejo ya entonces chocheaba. Se configura como un relato autobiográfico de sus años de formación, sobre prefiguraciones familiares, anécdotas reveladoras, primeras lecturas, experiencias escolares. Los primeros dobleces del entramado que a la larga arrojaría al escritor. Todo por la pregunta del quién soy y qué demonios hago aquí motivada por el tener que presentarse en una charla universitaria de la que fue protagonista. Cuando esa pregunta ronda, andamos intranquilos, volvemos a nuestro rincón favorito, y nos sentamos o acurrucamos a mirar el vacío para que de a poco se vaya llenando del relato cinematográfico HD de la fábula que somos. Y es entonces donde somos buscadores de oro.

Y ese oro no existe, es un espejismo. Al igual que las míticas ciudades de oro (Cibola, El Dorado, Quivira, etc) y el tópico de la edad de oro, y tal vez el valor mismo del oro, no es más que una selección, idealización y/o deseo del pasado. Un asomo al Monterroso externo (véase Rufinelli, introducción a Lo demás es silencio, Cátedra, 1986) desnuda el juego. No discutiré la validez del gesto monterrosiano en la praxis social real y cotidiana de la figura del escritor. Para qué, si él desde La palabra mágica optó por la hibridación genérica y por la cervantina tradición de ficcionalizarse. Luego, tontería creerlo al pie de la letra, como he leído por ahí en internet, el valor está en otra parte: la delicia de Los buscadores de oro es la de entrar en el juego (cuando se conocen los referentes reales) y, junto con Augusto, crear, optar por nuestro origen, fundarnos y justificar, dar un sentido a la tragedia paradójica de respirar O2 y morir al mismo tiempo, realizar elecciones y actuar. He allí el oro, irreal, de la memoria y la fantasía.
No a la realidad ramplona, absurda, viva el mito de la memoria. Acaso sea la forma de resistir a ese juicio de mera probabilidad y ocurrencia que plantea el modelo cuántico y el caos, que nos vacía de sentido e incluso de responsabilidad en nuestra azarosa existencia. ¿Evasión? En caso alguno. Es un acto de justicia: Todos íbamos a ser los elegidos del sol. Pero vivimos.

1 comentario:

  1. Estimado amigo, bueno el texto sobre Monterroso. El viejo se merece más publicidad. Aunque tal vez no. Tal vez siempre buscó ese reconocimiento silencioso que le da un lector cercano al amigo y no al admirador.

    ResponderBorrar