jueves, octubre 26, 2006

(shhh... no lo diga muy fuerte)

Esto es un paréntesis. Pronto vendrá la segunda parte de Cabaret:

La monorepresentación

El otro día Rafael Gumucio la quiso soltar en su programa La Jaula por Dentro, pero Mónica Pérez le metió ruido con sus ideas y la cosa quedó ahí. No sé si Gumucio la habrá apuntado en algún lugar, o la haya publicado, aunque lo dudo, pues es una idea laboralmente incorrecta. Dijo algo más o menos así: que los creadores y la intelectualidad chilena estaban como siempre entre la aristocracia, y que tipos como un Manuel Rojas o un González Vera ya son de difícil existencia en el mundillo, o por lo menos de difícil notoriedad. Por lo mismo, en términos de volumen de recepción, es sólo un tipo de visión de mundo el representado. Y claro, no es un juicio tan polémico, en la medida en que siempre ha sido así, cuando menos en contingencia, sociabilidad y poder. Pero no deja de ser preocupante. Dominada la representación por la aristocracia (como debe ser, son los portadores del poder y la representación es uno de sus ejes, no hay razones para que no la ostenten), aún así había lugar para una construcción de lo popular y de las capas medias desde sí mismas, necesaria en tanto vindicación y construcción de mundo. Sin embargo, hoy la cosa es imposible. Al menos en los campos simbólicamente aceptados de construcción de representación. ¿Quiénes tienen acceso a la impresión de sus palabras? ¿Quiénes pueden construir una sociabilidad literaria, una práctica efectiva de escritura constante y libre? ¿Permitiría el mercado la publicación de un pasquín como los que contuvieron la guerrilla literaria? Difícil.

Ahora alguno podría decir “¿y qué tiene? La cosa está como está, siempre ha sido así”. Otros, “pero viejito, la literatura es vida y se sobrepone a todo lo demás, están los talleres populares, las páginas de internet...”. En el primer caso, para qué gastar energías en el absurdo acto de frenar las olas, tiene razón alguno. Sin embargo, no deja de ser necesario el derroche de palabras a favor de una causa absurda, al fin y al cabo, eso es la literatura. Porque la monorrepresentación es peligrosa. Muy peligrosa. Porque se construye una idea de mundo que no tiene punto de contacto alguno con otras realidades. Televisión Nacional ha construido, por ejemplo, cierta imagen de lo que es tener treinta años. Y es terrible. Me faltan cuatro años para llegar a la cúspide de mi carrera y ver cómo se despedaza por la venganza de todo aquello que dejé de lado para llegar donde estoy. Y trato de reflejarme en unos departamentos de diseño donde nadie podría vivir, y sin embargo se vive: tienen la experiencia límite de enamorarse de quien no deben, de luchar por lo que no creen, del desplazamiento. Claro, esos problemas existen, tal vez no de la manera exagerada que plantea la tipología televisiva, pero existen. Nada tengo contra ello. Pero estos sujetos olvidan que existen otros mundos posibles, otros problemas posibles, que merecen un trato más allá de la caricatura. Y que necesitan ser construidos desde sí mismos, no desde un grupo cuyas mayores precariedades se asemejan al estándar de normalidad de muchos otros grupos.

En virtud de la justicia de la representación, se construye el otro mundo, el de la pobreza, con un extremismo brutal. Absolutamente caricaturesco en lo precario, pero completamente horroroso en términos de la representación cultural. Cuando la televisión (desde las series de Televisión Nacional hasta los dibujos animados como Diego y Glot) construye este mundo otro, lo hace desde la utopía de la precariedad. Obsérvese cómo se justifica la felicidad del pobre: es casi el tratamiento que durante el colonialismo se hizo del buen salvaje. Ante la miseria, el amor familiar, la bondad, el desinterés. Se construye al pobre como una especie de utopía del rico, aquello que el dinero y el ocio con su pérdida de sentido y propósito ha eclipsado completamente. Así como los españoles presentaron al indígena, como una natural muestra de la humanidad no corrupta por la cultura, y América como su espacio, así muestra nuestra élite el hecho de ser pobre. El hambre parece el silicio que limpia el alma. La dignidad es un “no darse cuenta” de lo felices que son con la falta de materia. No me vengan con paraísos. O con los infiernos, la utopía del mal representado en la búsqueda amoral de la satisfacción práctica a través del delito y el exceso. No me vengan con infiernos.

Ahora bien, puede que se peque de exageración. No hay ausencia completa de sujetos con un poco más de rango de visión que las hermanitas de los pobres. Existen sujetos que han optado por bajar a hundirse en el fango y compartir la miseria. Actos bodelerianos de respirar el fango si se quiere hablar del fango. O que por alguna razón, ojalá no mugrosa, le ha caído bien a alguno con influencias, o han tenido un papel específico en alguna puga que se debe gratificar, y se recompensa. Pero son los menos, y los leen aquellos que saben que existe el fango, que han jugado alguna vez con él o que por lo menos le han sentido el tufillo cuando van a clases al centro (qué horror, plantean algunos). Y también existen otras formas de representación, no literaria, que se digna de construir cierta imagen, tal vez más cercana a la verdad, o por último menos caricaturesca: medios periodísticos con algo de consciencia de mundo, probablemente adquirida en las circunstancias descritas recién.

Expondré el ají que tengo clavado medio a medio la próxima semana, con la culminación de Cabaret y de este texto, aquí, en Plátanos Orientales.

lunes, octubre 09, 2006

Cabaret

L@s feministas tienden a criticar el cabaret en tanto lugar donde se desarrollan actividades abusivas o vejatorias de lo femenino. Claro que sí. Sin embargo, y aunque sonaré a macho recalcitrante y grasoso, fálico y centralista, no me parece tan malo, es más, me gusta el cabaret. El cabaret es portador, a pesar de todo, de cierta belleza, se comporta como un continente estético, parafraseando a Foucault, una Erotopía. Es un sitio en que el hombre (aunque también la mujer, en cierto grado) acude con el fin de conseguir placer y belleza, voluptuosidad (poner vínculo con RAE), a saturarse de ella. No confundir con la prostitución, cultural y éticamente más compleja de tratar. Un cabaret no es una casa de putas. Un cabaret es un sitio de seducción fundamental. Es puro goce de los sentidos. Si el miserable varón acude a airear su masculinidad y a tratar de dar uso a su miembro congestionado, eso es otra cosa y no tiene que ver en sí mismo con el cabaret, con el sitio. El cabaré, como lo prefiere el orden de nuestro idioma, es definido como “lugar de esparcimiento donde se bebe y se baila y en el que se ofrecen espectáculos de variedades, habitualmente de noche”. No es un prostíbulo. Al cabaret se acude a por el espectáculo, por el show de “increíbles chicas” y de notables “estrellas internacionales”. De ahí que el acto vejatorio más brutal contra la dignidad femenina no sea la mirada untuosa y eréctil sobre el cuerpo desnudo; no sea el agarrón gratuito que propina el peneloco ante la entrevista seductora; ni sea la comercialización efectiva del objeto cosificado del placer (es decir, la incapacidad del espectador de asumir el placer del acto de mirada y la reconstrucción de los indicios que porta, sino que tenga que llegar a la corporalidad necesaria conque construye el acto - señores, lo rico no está sólo en meterla). El acto vejatorio más brutal, a mi parecer - y consensuado con Isidora, Jaqueline, Fiona y Martina –, es la cosificación del espectáculo, el patentizar a la bailarina que no es tal, sino que es una cosa obviable, un objeto que yo puedo desechar, negar y burlar, manipular y luego arrugar como desecho. La chica de cabaret no es una bailarina. No es una dama de compañía. Es una seductora. Es la seducción lo que define a la cabaretera. El baile, la mirada, la conversación, incluso la desnudez (que parece negar la sensualidad ante la mera exposición), son las armas de su acto artístico que nos construye el placer como espectador de presenciar su acto y el placer para ella de realizarlo (esto documentado con las anteriores). El juego con los códigos y la plasticidad del acto la construyen como artista (mucho más que aquellos músicos o pintores que se adjudican tal nombre), y la negación de aquello indigna más a la bailarina que la violencia que ejercería la masculinidad sobre ellas. He aquí el atentado celeste. La anécdota y el cierre de este artículo, próximamente en “Plátanos Orientales”

sábado, octubre 07, 2006

El cuento de Vader


Hay que matar al padre. Sacudirse de los dominios del pasado para ser un sujeto independiente. Sólo en la destrucción del padre podremos verlo como realmente es, un ser humano lleno de flaquezas y debilidades. El padre como cadáver se vuelve flácido con la mirada. Luke crece, se vuelve caballero, sólo cuando se reconoce en el cadáver de Vader, sólo después de destruirlo mediatizado por el emperador. Mata al padre, velo como es. Deconstrúyelo, desármalo, pero no lo quemes. Ninguna muerte debe ser gratuita.

Me asalta el cuento de Vader ante una próxima reunión con mis compañeros de colegio. Uso la figura de Star Wars para conectarlo precisamente con la adolescencia. Muchos para ser han matado, devastado, desolado, humillado. Han matado al padre, pero no han visto el cadáver con la dulzura del reconocimiento. Lo han mutilado, tapado, enterrado. Escupen y bailan sobre su tumba. Algunos de mis amigos se han vuelto instantes, así de fútiles, así de inexistentes. Por qué. Escupieron, quemaron, olvidaron, sobre todo negaron. Ni vienen ni vendrán. Se moverán en un permanente instante de supervivencia, nada más. Satisfecho el culo y tirada la cadena queda nada.

Recuerdo los ojos de Luke ante Vader. En otros héroes el cadáver apesta y se esconde bajo la cama. Miro por la ventana y creo que no soy sólo yo ni mi circunstancia. Hay harta mosca en Santiago últimamente. Afortunadamente no se nota, se confunde entre el smog y el vidrio de las torres de Isidora Goyenechea st. .

lunes, octubre 02, 2006

Miseria



Alrededor, miseria. Desde la expulsión del Paraíso, miseria. Está ahí, allá, acá. Sudor. Dedos rectos, verticales. Donde poses la vista, miseria. Miseria humana, de la peor. Tenemos de todo menos nosotros. Qué hacer. Frente? Distraernos, sólo distrernos. Por qué no? Si leemos un poco más, si preguntamos un poco más, pensamos un poco más, tendemos a creer que vivir inmersos en el entertaiment, que vivir a mil entre fiestas, música, películas, juegos, es una estupidez, una trivialidad, una falta de inteligencia. Pero es inteligencia natural. Es supervivencia. Qué nos hace superiores? Qué es tan deleznable en la falta de aire? Por qué consideramos parte de la miseria el olvido? No es acaso igual de miserable el egoísmo de querer que nuestra angustia se extienda, que nuestro yo se haga la moneda de cambio? cuál cambio? Las mismas manos con la palma hacia abajo, los mismos ojos cerrados con autosuficiencia. Todos a mirar por mi ojo, todos a mi montaña panóptica. Por qué? Por qué nosotros bien y no la huida? Dónde está la gran idiotez?